La defensa de la libertad de expresión ha adquirido, en tiempos recientes, una complejidad que supera los viejos debates entre censura estatal y libre prensa. Hoy, el conflicto se disputa en los márgenes menos evidentes, como en la cancelación social, en la autocensura propiciada por el miedo a perder un empleo o sufrir represalias virtuales, y en las tensiones entre identidades políticas, culturales y académicas. Este fenómeno no es exclusivo de México, pero en nuestro país asume matices especialmente graves, dada la fragilidad institucional y la cultura autoritaria que, pese a los cambios democráticos, sigue viva.
Yascha Mounk, en un lúcido ensayo reciente, sostiene que en Europa la libertad de expresión se enfrenta a una deriva restrictiva, alentada por gobiernos y sectores progresistas que, bajo la bandera de proteger a las minorías, terminan acotando el debate legítimo y necesario en sociedades plurales. Aunque México no ha llegado a ese punto de formalización legal, sí vive una preocupante informalización de la censura. No se legisla, pero se calla. No se prohíbe, pero se lincha. Lo políticamente correcto y sus versiones más radicales operan como un dispositivo de vigilancia moral que castiga la disidencia discursiva.
Esto se conecta con otro fenómeno descrito en el libro Mediaticizando la Nación, Ordenando el Mundo, donde el autor Andrew Dougall examina cómo los medios no sólo narran, sino que estructuran las fronteras simbólicas de las naciones y definen qué discursos son válidos en el espacio público. En México, los medios tradicionales, atrapados entre intereses empresariales y presiones gubernamentales, han delegado esa función a las redes sociales, convertidas en tribunales sumarios donde la opinión se juega su legitimidad en 280 caracteres.
Pero hay un dato que revela la gravedad de nuestra circunstancia. De acuerdo con Artículo 19, tan solo en 2023 se registraron 561 agresiones contra periodistas y medios de comunicación en México, de las cuales el 43 % fueron perpetradas por funcionarios públicos de los tres órdenes de gobierno. Este porcentaje no sólo exhibe la sistematicidad de la violencia institucional, sino también la voluntad de silenciar toda voz que incomode, cuestione o evidencie irregularidades. Gobernadores, presidentes municipales, legisladores y funcionarios federales y locales participan, ya sea por acción u omisión, en una cruzada que pretende mantener bajo control el discurso público.
El reciente caso de la confrontación entre la Universidad de Harvard y la administración Trump, analizado por The Foundation for Individual Rights and Expression (FIRE, Fundación para los Derechos Individuales y la Expresión), ofrece lecciones valiosas para nuestra realidad. Lo que allí se discutió, el derecho y la obligación de las instituciones académicas a proteger la libre expresión frente a presiones externas, es aquí una asignatura pendiente. En universidades mexicanas, cualquier intento de discusión abierta sobre temas delicados (ideología de género, seguridad pública, migración o memoria histórica) corre el riesgo de ser silenciado por activismos dogmáticos o autoridades temerosas.
México enfrenta su propio dilema, defender una libertad de expresión integral para todos, incluso para quienes incomodan o disienten, o aceptar una versión condicionada, administrada por mayorías circunstanciales y sensibilidades hipersensibles. El problema es que ceder en esto equivale a perder una de las pocas armas eficaces para enfrentar al autoritarismo, venga de donde venga.
Hoy, más que nunca, es tiempo de defender esa libertad en todas sus dimensiones, incluso y sobre todo, cuando incomoda. Así que a todos los ciudadanos, no sólo a los comunicadores y periodistas, nos toca defender nuestra libertad de expresión; y si algún funcionario tiene la piel delgada, que no se acerque al fogón. Así que a aguantar vara, con respeto y dignidad.
"Sin libertad, la crítica se convierte en un simulacro y la democracia en una máscara".
Octavio Paz