A escasas semanas de que el país celebre por primera vez en su historia una elección directa de jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial, vale la pena reflexionar con seriedad —y no con entusiasmo ingenuo— sobre lo que esta llamada "reforma judicial" representa realmente para la democracia mexicana. El 1 de junio no solo se elegirá a quienes ocuparán cargos clave en uno de los tres poderes del Estado; también se pondrá a prueba el modelo de independencia judicial, el principio de legalidad y, sobre todo, la solidez institucional del país.
Desde su anuncio, la reforma judicial generó un debate intenso, dividido y, en algunos sectores, con fuertes dosis de incertidumbre. En este sentido, resulta importante poner de manifiesto que la reforma judicial propuesta representa un viraje estructural en el equilibrio de poderes en el país. La reforma plantea como eje central la elección popular de jueces, magistrados y ministros, bajo el argumento de democratizar el Poder Judicial y hacerlo más cercano a la ciudadanía. Esta propuesta se sustenta en la crítica al carácter contramayoritario de las cortes constitucionales, es decir, la facultad de un grupo no electo de anular decisiones adoptadas por representantes electos democráticamente. Sin embargo, esta visión contradice el modelo de control constitucional previsto desde la reforma de 1994, que fortaleció a la Suprema Corte como tribunal constitucional, asegurando su autonomía frente a los poderes políticos y consolidando el principio de división de poderes.
Es necesario reconocer que, durante casi tres décadas, México había avanzado en fortalecer la independencia judicial, pero también lo es la creciente percepción del Poder Judicial como una institución opaca, elitista y desconectada de las necesidades de la sociedad. Esta visión se ha acelerado más recientemente.
El espíritu de la reforma, se nos dice, es democratizar la justicia. Y sin duda, pocas cosas son más necesarias que sanear un sistema judicial plagado de complicidades, corrupción y, en algunos casos, indiferencia frente al sufrimiento social. Sin embargo, la forma en que se ha planteado este cambio, mediante el voto popular directo, abre una serie de interrogantes profundas sobre la viabilidad, idoneidad y consecuencias de una medida tan radical.
La reciente revelación de que hay una veintena de candidatos con presuntos vínculos con el narcotráfico es una señal de alarma que no puede ser minimizada. Aunque la presidenta Sheinbaum ha señalado que estos casos representan apenas el 0.01% del total de aspirantes y que las acusaciones provienen de redes sociales, el hecho de que se esté considerando su exclusión por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) habla de la fragilidad del proceso de selección previo. En democracia, los procedimientos importan, y en este caso, parecen haber fallado.
Aun si los perfiles comprometidos no representan una amenaza estadística significativa, el problema es simbólico y estructural. El Poder Judicial no solo requiere legitimidad democrática, también requiere legitimidad técnica y ética. No se trata de cuántos están ligados al crimen, sino de que al menos uno pueda colarse a través de boletas ya impresas, sin posibilidad de sustitución, como han advertido algunos constitucionalistas. Eso es más que un error: es una omisión institucional de consecuencias potencialmente graves.
Además, el diseño del nuevo Tribunal de Disciplina Judicial, concebido para combatir la corrupción y la infiltración criminal, genera dudas en cuanto a su implementación y eficacia. La propuesta de hacer imprescriptibles los delitos de corrupción judicial y crear unidades de investigación suena razonable, pero sin una estructura sólida, profesional y verdaderamente independiente, estas buenas intenciones pueden terminar siendo letra muerta. Ya hemos visto antes cómo la creación de nuevos órganos no necesariamente soluciona los problemas sistémicos y, en ocasiones, incluso los profundiza.
La presidenta Sheinbaum ha dicho que no se sancionará a los legisladores del comité de evaluación por haber fallado en los filtros. Entendemos que no hubo mala fe, pero el problema no es la intención, sino la falla misma del sistema. ¿Cómo confiar en que se blindará el Poder Judicial frente al crimen organizado si ni siquiera se pudo evitar que personas ligadas al narcotráfico aparezcan como candidatos?
Este proceso pone en evidencia el riesgo de trasladar al ámbito judicial la lógica electoral que ya aqueja al Poder Legislativo y al Ejecutivo: la de la popularidad sobre la preparación. Es comprensible que se busque un modelo de justicia más cercano a la gente, pero elegir jueces como se elige a diputados es una apuesta arriesgada. La justicia no debe decidirse por votos, sino por méritos. Confundir legitimidad democrática con legitimidad jurídica es un error que puede costar décadas de institucionalidad.
Tampoco debemos soslayar que este proceso ocurre en un contexto de profunda polarización política. La instrucción de la presidenta a los militantes de Morena de no intervenir en el proceso es, sin duda, loable. Pero la experiencia reciente del país nos enseña que la disciplina partidaria, cuando se trata de elecciones, suele ser más aspiracional que real. Basta ver la historia de las estructuras de operación electoral para saber que las fronteras entre la promoción y la coacción son, en la práctica, muy difusas.
En suma, reconocer la voluntad transformadora del gobierno actual no debe impedirnos señalar los errores y peligros de esta reforma. La justicia no se democratiza con votos, sino con instituciones fuertes, imparciales y eficaces. Y si bien es urgente combatir la corrupción judicial, no podemos hacerlo debilitando la independencia judicial. La elección del 1 de junio podría ser el inicio de una nueva etapa en la historia del Poder Judicial, pero también podría ser el principio de su sometimiento al vaivén político.
La reforma judicial, en los términos actuales, está sembrando una duda profunda: ¿estamos democratizando la justicia o estamos politizándola aún más? La historia juzgará. Esperemos que lo haga con imparcialidad. Y, sobre todo, con justicia.