La frase original —“Es la economía, estúpido”— fue popularizada durante la campaña presidencial de Bill Clinton en 1992.
Desde hace años -y con mayor intensidad a últimas fechas-, el mundo observa con atención la creciente tensión entre Estados Unidos y China. Se habla de aranceles, de microchips, de TikTok, de sanciones cruzadas, umbres diplomáticas tensas, de rutas marítimas, comerciales y digitales estratégicas. La narrativa dominante lo resume todo como una “guerra comercial”. Incluso algunos repiten, como en los noventa, aquella frase famosa de campaña: “Es la economía, estúpido”. Pero esa etiqueta, aunque cómoda, hoy se queda corta. Porque lo que está en juego no es solo economía, sino la cosmovisión que definirá el mundo del siglo XXI.
Porque detrás del comercio y la tecnología, lo que se está disputando es el relato dominante sobre cómo debe vivirse la vida humana, qué papel tiene el Estado, cuánta libertad puede ejercer el individuo y qué valores deben guiar a las sociedades. En otras palabras, quién impone los criterios universales de verdad, justicia y progreso.
La hegemonía de Occidente no se construyó en un siglo, ni comenzó con Estados Unidos: es el fruto de una tradición milenaria que fue sedimentando ideas, instituciones y valores desde el mundo clásico hasta la modernidad. De los griegos heredó el concepto de ciudadanía y la búsqueda de la verdad; de los romanos, la noción de derecho y de imperio; de la Edad Media, la universalidad espiritual; del Renacimiento, la centralidad del ser humano; de la Ilustración, la razón y los derechos; y del liberalismo moderno, la libertad individual, el pluralismo y la democracia representativa. Estados Unidos, en el siglo XX, no hizo sino asumir la conducción de ese legado.
Pero China ha emergido con una propuesta completamente distinta. Su modelo no busca parecerse al occidental. Por el contrario, lo desafía abiertamente. En lugar del individuo, el colectivo. En lugar del debate, la armonía. En lugar de la democracia liberal, una tecnocracia autoritaria eficaz.
Y lo más incómodo para Occidente es que el modelo chino funciona. Ha generado crecimiento, reducido la pobreza y mantenido estabilidad. No predica libertad, pero garantiza resultados. Cada vez más países, especialmente en el sur global, miran ese modelo con curiosidad y admiración. No es solo una opción económica: es una vía distinta de organización social y control político.
La ironía es que mientras Occidente acusa a China de censura y control, él mismo replica esas prácticas bajo otros nombres. Basta observar cómo, en nombre de la seguridad y el orden, se han normalizado políticas que amplían la vigilancia estatal, restringen la privacidad digital y endurecen el control del espacio público. En países occidentales se han implementado deportaciones masivas, políticas migratorias selectivas, criminalización racial sistemática, aranceles punitivos, etcétera. Incluso en democracias liberales, la censura ha reaparecido disfrazada de regulación: desde normas que penalizan discursos ambiguamente definidos como “desinformación” hasta restricciones a contenidos culturales en plataformas digitales o espacios públicos —como plazas de toros, palenques y conciertos—.
Así, las democracias liberales caen en la paradoja de defender la libertad restringiéndola. Y eso debería preocuparnos, no solo como ciudadanos, sino como civilización. Porque si en el afán de contener a China, Occidente renuncia a sus propios principios, ¿qué queda del relato que dice defender?
Más que una competencia por el comercio o la tecnología, estamos en medio de una disputa por la hegemonía cultural, simbólica y filosófica. No es una guerra de productos, sino de paradigmas. Se está decidiendo qué significa ser libre, qué es lo justo, qué futuro queremos construir.
Tal vez la forma más clara de saber en qué lado de ésta disputa global nos encontramos, no pase por teorías geopolíticas ni tratados internacionales, sino por preguntas más cercanas: ¿cree usted que el Estado debe prohibir expresiones culturales como los corridos bélicos o las corridas de toros? ¿Cree que corresponde a las autoridades definir qué puede cantarse, mostrarse o representarse en un espacio público? Las respuestas no son menores: reflejan si uno está dispuesto a aceptar un modelo donde el orden y la corrección justifican la restricción, o si aún se reconoce en la tradición que coloca la libertad —con todos sus excesos— como el valor que justifica a la civilización occidental.