México, tantas veces narrado desde fuera, y tan pocas contado desde dentro. No es que no tengamos historias; lo que nos falta es una narrativa. Una voz que hilvane sentido entre nuestras contradicciones, que construya un imaginario compartido más allá de los clichés del folclor, la tragedia o la nostalgia.
Porque mientras en Estados Unidos hasta una serie mediocre tiene un arco narrativo calculado al milímetro y un candidato presidencial construye su discurso como si fuera el héroe de una épica, acá seguimos improvisando. En lo político, en lo mediático, en el entretenimiento: México carece de una estructura que organice su relato.
Lo poco que tenemos llega desde el norte: influencers que visten como texanos, bandas que suenan a corrido tumbado con aspiraciones de trap angelino, y candidatos que intentan verse como villanos carismáticos de House of Cards, pero terminan pareciéndose más a sketch mal actuado. Importamos no solo sonidos, sino estructuras narrativas. Adoptamos no solo modas, sino formas de contarnos.
Y ojo, esto no es nuevo. Desde el cine de oro hasta las mañaneras, lo que nos ha faltado no son ideas ni talento, sino una visión clara de qué historia queremos narrar como país. Octavio Paz hablaba del “laberinto de la soledad”; hoy parece que seguimos extraviados, no por falta de caminos, sino por no saber hacia dónde vamos narrativamente.
Una nación sin narrativa es una nación sin espejo. Y sin espejo, todo se vuelve ruido. Quizás por eso en México la política se siente hueca, la cultura dispersa, el entretenimiento reciclado. No sabemos qué queremos contar, y mucho menos cómo hacerlo.
Quizás la pregunta no es “¿quiénes somos?”, sino: “¿qué historia queremos que el mundo y nosotros mismos creamos de nosotros?” Porque mientras no la contemos nosotros, alguien más lo hará. Y ya lo están haciendo.