México se enfrenta a una paradoja inquietante, jamás habíamos hablado tanto de salud, y al mismo tiempo, jamás habíamos estado tan enfermos. En ningún otro ámbito es esto más evidente que en la infancia, donde el sobrepeso y la obesidad avanzan como una epidemia silenciosa, sostenida por un entorno que ha normalizado lo anormal.
Hoy, más de un tercio de nuestros niños y adolescentes viven con obesidad. Las cifras no sólo son alarmantes, son un reflejo de lo que somos como sociedad, un país que cuida más de sus autos que de lo que comen sus hijos; que ha convertido a la comida “chatarra” en parte del tejido cultural; y que, con la mejor intención, está criando generaciones enjauladas en la comodidad, el miedo y la pantalla.
Vivimos tiempos en los que la inseguridad ha modificado profundamente nuestros hábitos. Antes, un niño podía salir a la calle, subirse a una bicicleta y perderse en el juego durante horas. Hoy, en demasiadas colonias del país, los padres prefieren que el niño no cruce la puerta de la casa. El parque se ha vuelto territorio hostil, las canchas de fútbol lucen vacías, y el recreo el verdadero, el que ocurría fuera de la escuela, ha sido reemplazado por la pantalla de una tablet o un teléfono.
Esta sobreprotección, alimentada por una violencia real y una ansiedad legítima, han creado una infancia sedentaria y confinada. Lo que alguna vez fue movimiento, ahora es scroll infinito. Lo que antes era correr, ahora es deslizar el dedo. Todo con la complacencia y complicidad de una sociedad que, por miedo o comodidad, ha decidido que es mejor un niño en casa que un niño con raspones en las rodillas.
Y ahí entra la tecnología, otro factor que, en lugar de acompañar el desarrollo infantil, lo está moldeando hacia la pasividad. No se trata de demonizarla, sino de entender su impacto real. Horas frente a las pantallas sustituyen el juego físico, y la gratificación instantánea de los dispositivos refuerza hábitos de consumo y también alimenticio, donde lo fácil y lo rápido reemplazan lo nutritivo.
Pero no es solo un problema del hogar. Las autoridades, aunque han hecho esfuerzos, cómo el etiquetado frontal o la prohibición de comida chatarra en las escuelas, aún no logra transformar el entorno alimentario. ¿Cómo puede un niño elegir una zanahoria si todo lo que ve en la televisión, en la tienda y hasta en los mismos refrigerios escolares son azúcares disfrazados de conveniencia?
El informe más reciente del World Obesity Atlas pinta un futuro sombrío si no actuamos ya. De seguir esta tendencia, México podría registrar que casi la mitad de su población adulta viva con obesidad en apenas cinco años. Pero más preocupante es la inercia infantil, estamos viendo crecer a niños con cuerpos deteriorados por el exceso de peso, pero más grave aún, con hábitos profundamente arraigados que condicionarán su salud física y emocional de por vida.
Combatir esta epidemia no se resolverá únicamente con campañas de salud o prohibiciones legales. Exige, sobre todo, un cambio de visión como sociedad. Necesitamos devolverle a la infancia el derecho a moverse, a jugar, a ensuciarse. A experimentar el mundo más allá del miedo y la pantalla. Y debemos hacerlo con la misma urgencia con la que combatimos otros males, porque lo que está en juego no es una cifra de masa corporal, es el futuro de nuestra sociedad.
No basta con señalar y buscar culpables. Esto nos incluye e incumbe a todos, gobierno, medios, escuelas, familias. Urge reconstruir el tejido comunitario que les daba a los niños espacios seguros para crecer sanos. Urge dejar de comprar soluciones mágicas en polvos o capsulas que prometen salud, y empezar a construir entornos reales que la hagan posible.
La obesidad infantil no es una fatalidad genética, es consecuencia de nuestras decisiones colectivas, de esta modernidad liquida. Mientras sigamos criando a nuestros hijos entre el encierro, el miedo y la hiperconectividad, lo que estamos alimentando no es sólo su cuerpo… es una nueva normalidad que amenaza con volverse irreversible.
“Una vida sedentaria es el verdadero pecado contra el Espíritu Santo. Sólo tienen valor los pensamientos que llegan caminando”
Friedrich Nietzsche