He de admitir, con cierto grado de vergüenza y despabilo, que hasta hace poco no había leído una palabra escrita por Dostoievski; un par de semanas atrás comencé con Crimen y Castigo.
Es curioso cómo RodionRaskólnikov, contemporáneo de los nacidos a mediados de los 1800 y desde San Petersburgo, puede tener una similitud tan grande con un joven de la parte más acaudalada del Morelos I, en Aguascalientes. Piénsenlo, si bien muchos de nosotros no podremos imaginarnos a un aquicalidense veinteañero en la Petersburgo soviética, no es tan complicado—de hecho, me hace bastante sentido—visualizar a Rodion saliendo de Michelodias para ser detenido por un estatal y ver por última vez su Ford Focus del 98 porque sus últimos 200 pesos se fueron en un par de escarchados.
Volviendo a la historia original, vemos un poco de lo que pasó con nuestro protagonista. Raskólnikov, en su miseria y orgullo, está convencido de que él está destinado a algo más grande, al punto en el que las reglas o la moral no aplican a alguien de su calibre. Su obstinación y arrogancia lo llevan a cometer un asesinato premeditado, justificándolo, como quien se encargó de Auschwitz, en la declaración de que ello fue un medio para un fin superior. No obstante, la realidad lo golpea y el crimen, lejos de traer liberación, lo arrastra a una espiral de culpa y desesperación.
La narrativa resuena y podrá caer sobre nuestro Rodion hidrocálido, cientos de años después, pero en la misma miseria. La seducción del narcotráfico le llega con una de sus composiciones favoritas: “CJNG”, de Fuerza Regida, que le trajo al oído y le resonó en el orgullo una promesa del poder y el respeto que la sociedad le ha negado. Aún con la experiencia que solo el oriente otorga y una infancia tumultuosa, ni Fuerza Regida ni Luis Conriquez pueden develar la realidad de un camino plagado de violencia, traición y una pérdida irremediable de la inocencia. Y es que no hay corrido tumbado que le advierta que, al final, el “respeto” no se lo gana con balas, sino que se lo compra el siguiente en la fila. Tampoco hay un videoclip que le muestre la otra cara del reclutamiento, donde su primer encargo no fue empuñar un fusil, sino cavar una fosa. O varias. Ni que los dos mil pesos que le prometieron por jornada apenas le alcanzarían para un cartón y un servicio en El Gato Azul.
Para entonces, ya no podrá salir. No es como cuando dejó el ‘Cona’ en segundo semestre porque “eso no era para él”. Aquí, desertar significa terminar hecho ceniza en un horno clandestino como el de Teuchitlán. Y aunque no lo comprende, lo sabe bien, porque él es quien echa la leña y acomoda los cuerpos.
Los nombres de quienes llegan a esos hornos nunca importan, tampoco importa si alguien alguna vez los buscó. Son víctimas sin historia, despojadas de su identidad como Lizaveta, la hermana de la usurera a quien, sin deberla ni temerla, Rodion asesinó. Su muerte fue un daño colateral, tal y como lo son miles de mujeres que caen en redes de trata antes de ser ejecutadas, descartadas como basura en los valles de Jalisco o en los hornos improvisados de cualquier narcofinca en el país.
Y son muchas. La Comisión Nacional de Búsqueda estima que hay más de 100 mil personas desaparecidas en México, sin contar aquellas de quienes ni siquiera se tiene registro. Son los cuerpos que nunca se encuentran, los rostros que se diluyen en las cifras y los nombres que serán gritados una y otra vez, sin recibir respuesta.
Al final, nuestro Rodion del corazón de México se da cuenta demasiado tarde de que su destino no era ser un hombre fuerte, sino un engranaje desechable de la misma maquinaria que despreció. Su crimen no lo liberó; lo encadenó. Y su castigo no será el remordimiento, sino una familia destrozada y la certeza de que, cuando ya no sirva, habrá un hueco para él entre las cenizas.