Mientras miles de mujeres pintaron de morado las calles de las diversas capitales del país, especialmente en México este pasado 8M, en los estados de Oaxaca, Guerrero y Chiapas, la conmemoración del Día Internacional de la Mujer adquiere matices particulares que revelan tanto la fuerza de la resiliencia y la resistencia como el peso de la violencia contra las mujeres indígenas.
El reciente informe del Observatorio Nacional de Violencia contra las Mujeres revela una alarmante tendencia que se ha mantenido invisible en el radar mediático nacional: el aumento sostenido de feminicidios contra mujeres indígenas en estados como Oaxaca, Guerrero y Chiapas durante el último trimestre.
Mientras los titulares se centran en la implementación de nuevas políticas de seguridad y la reciente reforma judicial, las cifras de violencia contra las mujeres indígenas aumentan silenciosamente, alejadas del ojo y el debate público. El problema, lejos de ser nuevo, se intensifica en la intersección de vulnerabilidades: género, etnia y pobreza.
“La justicia habla español y viste de traje”. Tristemente esta frase encierra la profunda barrera estructural que enfrentan las mujeres indígenas: un sistema judicial que, en la práctica, resulta inaccesible por distancia geográfica, barreras lingüísticas y discriminación institucionalizada.
En Oaxaca, la marcha del 8M recorrió las calles empedradas de su capital con un contingente encabezado por mujeres zapotecas, mixtecas y mixes que avanzan al ritmo de tambores tradicionales y consignas en sus lenguas originarias. Este año, el grito más fuerte es por las 27 mujeres indígenas asesinadas en la entidad durante 2024, un incremento del 35% respecto al año anterior.
En Guerrero, las marchas se multiplicaron en pequeñas localidades donde mujeres me’phaa y nahuas realizan ceremonias de sanación antes de alzar la voz. En Tlapa, epicentro del activismo indígena en la Montaña, miles de mujeres denuncian los 19 feminicidios ocurridos en comunidades indígenas en lo que va del año. Muchos de estos casos -también- están vinculados al control territorial de grupos criminales que imponen “leyes del silencio” particularmente severas contra las mujeres que defienden sus territorios.
En Chiapas, las mujeres tzotziles, tzeltales y tojolabales marchan en San Cristóbal de las Casas con el rostro cubierto, no solo como símbolo de protesta sino también como medida de protección. Las estadísticas oficiales reportan 23 feminicidios de mujeres indígenas en el último semestre, aunque colectivos locales estiman que la cifra real podría triplicar ese número debido al subregistro en zonas de conflicto.
Los datos son contundentes. El subregistro de casos es alarmante: por cada feminicidio indígena documentado, se estiman al menos tres sin denunciar. La impunidad alcanza el 97% en comunidades rurales indígenas, comparado con el ya preocupante 89% del promedio nacional. De acuerdo con datos del INEGI y la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, los feminicidios en estos tres estados comparten patrones preocupantes: el 68% están relacionados con disputas por recursos naturales, el 24% con violencia intrafamiliar normalizada por “usos y costumbres” mal interpretados, y un 8% vinculados directamente con la trata de personas.
La administración actual ha implementado programas sociales dirigidos a comunidades indígenas, pero estos no abordan específicamente la violencia de género desde una perspectiva culturalmente sensible. Iniciativas como “Sembrando Vida” o las becas educativas para jóvenes, aunque hasta cierto útiles y valiosas para combatir la pobreza estructural, no contemplan el entramado complejo de la violencia machista en contextos indígenas.
La respuesta debe ser multidimensional. Nuevamente los colectivos de mujeres salen a relucir, mujeres indígenas organizadas en ONG’s como “Nosotras por la Vida” en la sierra de Guerrero o “K’inal Antsetik” en Chiapas demuestran que las soluciones existen cuando se combinan el conocimiento ancestral con mecanismos legales adaptados a sus contextos.
En las marchas del 8M, las mujeres indígenas de estos tres estados han encontrado formas propias de manifestarse. En Juchitán, Oaxaca, cientos de zapotecas marchan con sus trajes tradicionales, resignificando el huipil como símbolo de resistencia. En Chilapa, Guerrero, las madres de jóvenes desaparecidas realizan un “telar colectivo por la memoria” mientras avanzan por las calles. En San Juan Chamula, Chiapas, la protesta toma forma de vigilia silenciosa con velas que representan a cada mujer asesinada.
Urge un sistema de alerta temprana con perspectiva intercultural. La experiencia de los colectivos como “radios comunitarias contra la violencia” en la Mixteca oaxaqueña muestra resultados prometedores: redes de comunicación gestionadas por mujeres indígenas que alertan sobre situaciones de riesgo y movilizan respuestas comunitarias inmediatas. Estas iniciativas, que hoy se replican en las marchas del 8M, demuestran que las soluciones deben surgir desde las propias comunidades y con pleno respeto a su autonomía.
La verdadera transformación, no la de cuarta, requiere reconocer que no podemos hablar de un México justo mientras sus mujeres indígenas sigan enfrentando esta doble discriminación. El Índice de Desarrollo Humano y el progreso nacional se mide, también, por cómo protegemos a quienes históricamente han estado en los márgenes y permítame afirmar que estamos reprobados y en niveles muy bajos.
La visibilización de estas realidades no es un acto de condescendencia, sino de justicia elemental. Porque la vida de Josefina, la joven tzeltal asesinada el mes pasado en los Altos de Chiapas, importa tanto como cualquier otra en este país que aspira a llamarse democrático.
La deuda histórica con las mujeres indígenas no se salda con discursos ni efemérides, mucho menos apropiándose de sus trajes bordados y atuendos hechos a mano.
Se requieren acciones concretas, culturalmente pertinentes y, sobre todo, un compromiso genuino con la justicia que trascienda los ciclos electorales y las tendencias mediáticas de “es tiempo de las mujeres”, “si llega una llegamos todas”.
La lucha contra los feminicidios indígenas nos debe importar a todas y todos. Es, quizás, la prueba más clara de nuestro compromiso real con los derechos humanos. Porque una nación que abandona a sus mujeres indígenas nunca podrá llamarse verdaderamente justa.
Gwendolyne Negrete es Country Chair de políticas de Inclusión y empoderamiento financiero del G100, columnista especializada en derechos humanos y género.