Cuando María recibió esa llamada, supo que algo en su vida cambiaría para siempre. “Encontramos algo”, le dijeron. Ese “algo” eran vestigios: fragmentos de ropa, restos óseos, unas zapatillas cubiertas de polvo. Eran pruebas mudas de un horror inimaginable, descubiertas en Teuchitlán, Jalisco. Aquí, como en tantos rincones de México, las familias se han visto forzadas a convertirse en investigadoras, forenses, activistas; roles que asumen con valentía porque el Estado les ha dado la espalda.
El hallazgo en el rancho Izaguirre, señalado como un posible centro de exterminio, no es un evento aislado. Es, lamentablemente, un reflejo de una tragedia nacional. En un país donde la desaparición forzada ha roto hogares y desdibujado futuros, los familiares de las víctimas no solo enfrentan la pérdida, sino el peso de buscar a quienes el sistema ha olvidado. Mientras tanto, las autoridades permanecen indiferentes. O, aún más inquietante, cómplices.
En el mapa del dolor mexicano, Jalisco ocupa un lugar sombrío. Es el estado con más desaparecidos registrados, y Teuchitlán se ha convertido en un símbolo de esa herida abierta. En el rancho, se han encontrado fosas clandestinas, restos humanos, objetos personales que hablan de vidas truncadas. Pero lo que no se encuentra es justicia.
“Somos nosotras, las madres, las que buscamos, las que cavamos, las que tocamos puertas. Nadie más lo hace”, dice una mujer cuya voz se quiebra bajo el peso de la rabia y el cansancio. Estas palabras resuenan en todo el país. Gobiernos que prometen y no cumplen, fiscalías que archivan casos, policías que miran hacia otro lado.
La crisis de desapariciones en México es el resultado de un sistema fracturado. Un sistema donde las redes del crimen organizado se entrelazan con estructuras del Estado en una danza de impunidad y corrupción. Y en medio de este vacío de justicia, surge un horror apenas nombrado; el tráfico de órganos.
Según la ONU, México tiene una de las tasas más altas de trata de personas con fines de extracción de órganos. Reportajes periodísticos han señalado que los grupos delictivosno solo secuestran y asesinan, sino que han adoptado esta práctica espeluznante. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos ha advertido sobre indicios claros, pero el tema permanece enterrado en el silencio institucional.
Y es aquí donde el cinismo de los gobernantes se hace evidente. Mientras las familias excavan con sus propias manos, los discursos oficiales se llenan de promesas vacías y frases hechas. Hablan de “compromiso” y “prioridades”, pero sus acciones cuentan otra historia, presupuestos recortados, investigaciones estancadas, y una indiferencia que raya en el desprecio. Es un cinismo que duele tanto como la ausencia misma, porque demuestra que para ellos, estas vidas no importan.
Para las familias, el dolor no se limita a la ausencia de sus seres queridos. Es una lucha constante contra el tiempo, la burocracia y el miedo. Cada fosa descubierta, cada resto humano encontrado, es un recordatorio brutal de que el Estado ha fallado.
Sin embargo, las familias no se rinden. No pueden rendirse. Porque en un país donde parece que la vida humana vale tan poco, el amor de una madre o un padre sigue siendo inquebrantable.
Es urgente que la sociedad pase de la indignación a la acción. Que cada hallazgo sea una oportunidad para exigir respuestas, para recordar que detrás de esos huesos hay historias, sueños, abrazos que quedaron pendientes. La impunidad no puede ser la última palabra.
En Teuchitlán, en Jalisco, en toda la nación, hay miles de familias que merecen justicia. No podemos darles la espalda. No podemos olvidar.
"La impunidad es la madre de la corrupción": Eduardo Galeano