En cualquier sindicato, lo más complicado no es llegar a ser dirigente, sino dejar de serlo. El liderazgo en el SNTE no es solo un cargo; es un estado del que pocos se desprenden realmente. Quienes han pasado por la secretaría general saben que, aunque se entreguen las llaves de la oficina y se ceda el micrófono, la influencia y las expectativas no desaparecen.
Aquí, los exsecretarios generales no se jubilan políticamente. Algunos siguen operando desde las sombras, otros buscan mantenerse en la estructura de poder, y unos cuantos intentan reinventarse, aunque el peso del pasado nunca los deja del todo. La historia del sindicato está llena de líderes que, incluso después de su mandato, siguen marcando el rumbo de la organización.
Por eso, a muchos de ellos los envían como "representantes nacionales" a otros estados. No es un retiro dorado ni un premio, sino una forma de mantenerlos dentro del engranaje sin que estorben demasiado en su sección de origen. Lejos de casa, siguen con un cargo, con agenda y con poder, pero sin el mismo margen de maniobra. Es un equilibrio pactado, ni se van del todo ni siguen en la primera línea, aunque su influencia sigue presente.
Esto no es necesariamente malo. La experiencia acumulada es valiosa, pero cuando la necesidad de seguir influyendo se vuelve un obstáculo para la renovación, el sindicato se estanca y se debilita. Cada proceso de elección es una batalla no solo entre planillas, sino entre visiones; entre quienes quieren seguir dirigiendo aunque ya no estén al frente y quienes buscan abrir nuevos caminos.
La premisa es clara, si se quiere un SNTE fuerte, se necesitan líderes que sepan cuándo dar un paso al lado y que las nuevas generaciones se atrevan a asumir el compromiso con autonomía y lealtad total a la base. Porque aquí, más que en cualquier otro lado, ser es difícil, pero dejar de serlo lo es aún más.
Hasta aquí subió la roca…