Este año cumplo 50 años de haber llegado a Estados Unidos. Soy parte de la gran comunidad mexicana que, más allá de su diversidad, se caracteriza por su fuerza colectiva.
Empresarios, emprendedores, trabajadores, campesinos, activistas, deportistas, y millones de niños que hoy viven con el miedo constante de que sus padres sean deportados.
Todos somos reflejo de una realidad compartida, una que no se ha visto reflejada con justicia en las políticas migratorias de este país.
Mi historia no es solo la de un esfuerzo personal, sino la de millones de mexicanos que llegamos a estas tierras buscando un mejor futuro, y que, a través de décadas de trabajo, hemos contribuido al desarrollo económico, social y cultural de Estados Unidos. Sin embargo, hoy nos encontramos frente a un escenario en el que las políticas migratorias se fundamentan en el miedo y la exclusión, olvidando nuestras aportaciones. La deshumanización que enfrentamos a diario se ha convertido en un rasgo dominante en el discurso público sobre los migrantes, cuando en realidad, somos una parte esencial de la sociedad estadounidense.
El concepto de "criminalización", en este contexto, no debería ser nuestro centro de atención. La raíz del tema va más allá de la etiqueta legal que se nos coloca. El problema fundamental está en la forma en que se nos percibe: como una amenaza, como un "otro" al
que se le niega su humanidad. Esta visión estigmatiza no solo a los migrantes indocumentados, sino a todos aquellos que, por su origen, son constantemente reducidos a estereotipos negativos. En un contexto en el que los mexicanos somos casi 40 millones en Estados Unidos, la deshumanización afecta no solo nuestras vidas, sino también el potencial de toda una nación que depende de nuestra fuerza laboral.
Es urgente que entendamos que nuestra gente no es un obstáculo para la prosperidad de los Estados Unidos, sino una palanca fundamental para su crecimiento. La discriminación que enfrentamos hoy tiene sus raíces en prejuicios raciales, históricos y culturales. Pero la solución no está en el endurecimiento de las políticas migratorias ni en el temor hacia nuestra presencia. El verdadero cambio solo se logrará cuando se reconozcan nuestras contribuciones y se nos permita participar plenamente en el desarrollo de la nación. La comunidad mexicana en Estados Unidos, con su trabajo, sus emprendimientos y su cultura, es un pilar económico y social que sostiene y dinamiza esta nación.
También sé en carne propia cómo las políticas migratorias pueden cambiar la vida de millones. En 1986, la amnistía que permitió regularizar a más de tres millones de migrantes indocumentados, entre los que me incluyo, marcó un antes y un después. Esta amnistía no solo nos otorgó un estatus legal, sino que abrió las puertas a una plena integración en la economía y la cultura estadounidense. Nos permitió ser reconocidos como miembros plenos de la sociedad, lo que impactó positivamente nuestras vidas y, por ende, a las de las generaciones siguientes.
Hoy no solo necesitamos una reforma migratoria integral, sino una reingeniería social con perspectiva binacional. Es hora de reconocer que los lazos que unen a Estados Unidos y México no son solo geográficos y económicos, sino profundamente humanos. La integración efectiva de los migrantes mexicanos no debe verse como un desafío, sino como una oportunidad y se generen espacios de colaboración y fortalecimiento, en ambos lados de la
frontera.
Los migrantes mexicanos nunca hemos sido una carga. Somos una fuerza de trabajo invaluable que sostiene y hace crecer dos naciones.
Hoy trabajo de cerca con los jóvenes mexicanos hijos de migrantes, estudiantes en universidades de Estados Unidos y México, para que comprendan la importancia de empoderarse. A través de Fuerza Migrante, estamos creando espacios donde estos jóvenes puedan aprender sobre sus derechos y el impacto que pueden tener en las políticas públicas. Queremos que se sientan orgullosos de sus raíces y entiendan que tienen el poder de influir en el futuro de su comunidad, tanto aquí como en México. Estos jóvenes, al comprender su identidad, se convierten en agentes de cambio.
A lo largo de los años, he sido testigo de cómo la educación, tanto formal como autodidacta, ha sido un motor para que los migrantes logremos avanzar y superar los obstáculos que nos han impuesto. No debemos permitir que se nos trate como ciudadanos de segunda clase.
La solución no está en la exclusión, sino en la inclusión activa, que refleje una visión binacional del futuro.
Hoy, hago un llamado a la unidad. Es esencial que todas las voces de la comunidad mexicana se sumen en este esfuerzo por cambiar la narrativa que ha prevalecido sobre nosotros.
Somos una comunidad que no solo ha sostenido el progreso de Estados Unidos, sino que también ha sido un pilar fundamental para la economía de México. El año pasado, enviamos 64,745 millones de dólares en remesas, un récord histórico que demuestra solo una pequeña parte de la importancia de nuestra contribución.
Nuestra presencia, trabajo y aportaciones deben ser celebradas, no condenadas. Es el momento de dejar atrás los discursos racistas y abrir un camino hacia una mayor integración.
Alzamos nuestra voz, no solo por nuestros derechos, sino por el reconocimiento de nuestra humanidad y de nuestras aportaciones. El poder de nuestra comunidad no está solo en el trabajo que realizamos, sino en nuestra capacidad para cambiar el rumbo de la historia, para demostrar que la unidad binacional es nuestra mayor fortaleza.